19 marzo, 2009

- Gotas de nada


Los besos eran violentos. Demasiado para un par de labios.
Aplastaban sus caras en rincones oscuros, donde nadie podía verles. Las esquinas les guardaban el secreto tierno, la duda morbosa, el instinto primero...
Él también estaba allí. Mirando.
Pasamos sobre el río, que no estaba tan seco como de costumbre.
Mi primo, que extrañamente también aparecía, dijo algo como que a uno de nosotros le apestaba la boca a culo mientras manejaba el coche. No sé en qué estaría pensando.
Iban a echar un polvo. Un buen polvo, con placer democrático. Pero él seguía allí, aunque solo fuera un sueño. Y eso era motivo suficiente como para subirse las bragas.
Se revelaba entonces el subconsciente confuso y demacrado de un enfermo terminal.
Luego todo desapareció -como de costumbre- y los bares cerraron sus luces, como suelen hacer... malditos! Que se olvidan de los que no tenemos casa, ni calle, ni vida.
Tirados en la acera oímos gritar a los perros como lo hacen las personas -como también hay personas que al hablar ladran mejor que los perros-.
Alguien comentó algo sobre un flechazo, y se me vino a la mente el dolor que puede provocar una flecha de esas en el pecho, atravesando el alma. Y lo bonito que sería morir así, de un solo golpe.
Abrí los ojos y maldije mi culpa, mi inconsciente y a la madre que me crió.
¿por qué no puedo dirigir yo mis sueños, como un director de cine o un novelista?
¿por qué solo me permito encontrar árboles caídos en el camino que no se pueden ya enderezar?

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